Inmediatamente pedí que cerraran la tapa del ataúd. Todo el botín estaba dentro; dinero, joyas, diamantes, todo. Era un plan perfecto. Lo enterraríamos y pasado un tiempo prudencial volveríamos por el.
Pasillo 12, fila 7, nicho 43. ¿Lo tienes? Sí, anotado.
Nadie sospechaba nada, era un entierro como otro cualquiera. Juan se había disfrazado de cura y estaba representando su papel a la perfección. Incluso Ana, viuda desconsolada, vestida de negro, gafas de sol y pañuelo de seda en la mano, no paraba de llorar. Acabamos el paripé y cada uno se fue por su lado.
No mantuvimos contacto alguno para no levantar sospechas. Un año más tarde volvimos a encontrarnos en el lugar convenido, la entrada sur del cementerio.
Tras la verja, la desolación. Habían derribado todo, las lápidas, los nichos, las estatuas, incluso no había rastro de los cipreses del muro norte. Un solar era lo que quedaba.
Fuimos a la parroquia a preguntar por lo sucedido. Habían trasladado todo a su nueva ubicación, a las afueras del pueblo. Pregunté por mi nicho, pasillo 12, fila 7, nicho 43.
Tras una mueca de extrañeza, el cura sacó un libro de la estantería. Pasillo 12, pasillo 12, aquí está. Pero lo siento, en aquel cementerio solo había 6 filas, no 7.
Vuelva a revisarlo, le increpé.
Nada. Protesté, le supliqué, le amenacé. Mis compañeros tuvieron que sujetarme. Era muy arriesgado montar un escándalo. Podría intervenir la policía y hacer preguntas. Nada de pasma o estamos perdidos.
Era un plan perfecto, me lamenté en el bar de enfrente a la parroquia. Nadie sospechaba nada de nosotros. Nunca nos hubiesen relacionado con el robo a la joyería.
Por la ventana vi como aquel maldito cura, aquella cucaracha salía por la puerta de la vicaría. Lo seguí con la mirada mientras entraba en un garaje cercano y estallé de ira cuando lo vi salir conduciendo un Audi A8 rojo descapotable.